Guardaba el agua en un pozo que tapaba cada noche y lo cerraba con llave.
Cuando quería echaba el cubo y lo sacaba lleno, introducía en él sus largas manos y se regocijaba de la frescura que sentía.
Al principio las cerraba bien cuando jugaba con ella, la pasaba de una mano a otra. Aún así caían gotas al suelo. Después, lo que sobraba volvía a echarlo al pozo. Le gustaba jugar con el agua. Mucho.
Estaba al acecho los días de lluvia para abrir su pozo. Otras veces, era simple agua de riego que no quería guardar.
Poco a poco, el tesorero del agua, descuidó sus manos al bailarla, no prestaba tanta atención al juego, tenía tan lleno el pozo que aprendió a bailar en los charcos que formaba, saltaba como en una ceremonia india, sus manos, sus brazos, sus pies,...
El agua es fuerte y siempre encuentra el camino de la libertad.
Aunque el tesorero acostumbrado a encerrarla sabe que tarde o temprano lloverá en otro lugar.